AL CERRAR UNA PUERTA
Casi a rastras empujó la diagonal final que dibujaba el sendero antes de alcanzar el collado, y con él, cambiar de vertiente y horizonte. A pesar del descomunal esfuerzo, aún tuvo la entereza de dibujar una sonrisa casi imperceptible, mientras el sudor desfilaba a borbotones por la misma cara, donde ya no emanaba el dolor y el sufrimiento dibujado hasta entonces.
Se sentó a escasos metros del puerto, sollozó, se aguantó la cabeza a sabiendas de lo que le había costado llegar, y sus lágrimas regaron el firme de palmo y medio de ancho que le guiaba hasta su objetivo.
Sin saberlo estaba sellando multitud de cicatrices invisibles a los ojos, pero perceptibles al alma. Una a una. Poco a poco. Se sintió mejor, sin euforias ni aspavientos, pero con orgullo personal y humildad a la vez, y sin necesidad de tener a nadie al lado para corroborar como testigo de aquel trance, una vez volviese a la vida de los humanos.
Pero ahora era tiempo de secarse la frente con los guantes, de quitarse los pinchos de los calcetos, se limpiarse el polvo incrustado en la escasa piel que se aireaba de manera directa, y de penetrar con sus ojos todo cuanto le rodeaba, sintiéndose absolutamente vivo, que era en definitiva, el motivo por el que emprendió el rumbo hasta allá arriba.
Fue entonces cuando vio lo atrapado que había estado, lo hundido que se había encontrado, y la poderosa influencia que la mente ejerce sobre nuestro cuerpo. Aquello le causó vértigo, es cierto, pero le ayudó a marcar una línea y una referencia interna ubicando su límite personal.